Dientes de leche

17,50  IVA incluido

AUTORA:    Lana Bastâsic

TRADUCTOR: Pau Sanchís Ferrer

ENCUADERNACIÓN: Rústica

MEDIDAS:   150 x 230 cm

PÁGINAS:    148

Un conjunto de relatos deliciosos y despiadados sobre el siempre traumático proceso de hacerse mayor

No es fácil ser pequeño en un mundo de adultos. Hacerse mayor es siempre un proceso arduo y, en ocasiones, terriblemente doloroso. Los niños que desfilan por este libro de relatos se ven obligados una y otra vez a tomar decisiones trascendentales porque los adultos que los rodean sencillamente no están a la altura, empujándolos a llevar a cabo acciones terminantes e implacables que dan lugar a experiencias traumáticas o, muy al contrario, a momentos de autoafirmación. Un niño que teletransporta a su padre maltratador a la Luna, una niña que abre una ventana para expulsar a Dios de la habitación, hermanos que aguardan pacientemente la muerte de una tía abuela rica o una empollona que encuentra la ocasión perfecta de vengarse definitivamente del profesor de Educación Física que le tiene ojeriza son solo algunos de los personajes que habitan el poderoso e inquietante imaginario de Lana Bastašic.

La infancia que retrata Dientes de leche, muy lejos de la edulcorada idealización a la que tantas veces la sometemos, nunca es tierna, sentimental o inocente. En estos relatos deliciosos y despiadados, que hacen pie en el siempre conflictivo universo de la vida familiar, los niños y los adolescentes se enfrentan a lo oscuro y a lo espeluznante, porque en el cruel mundo que habitamos esa es la única manera en que es posible crecer.

«Lana Bastašic posee una voz verdaderamente inconfundible».

Dubravka Ugrešic

«Lana Bastašic no duda en ser radical. Sus niños protagonistas son fuertes, valientes y sabios, aunque en ocasiones perversos, de sangre fría e incluso sanguinarios. Bastašic retrata sin piedad a la pequeña burguesía y la miseria en la que vivimos».

Jutarnji list

 

Editorial

SEXTO PISO

SINOPSIS

«Leer a Lana Bastasic es enfrentarte a la cara menos amable de las personas. Con “Dientes de leche”, novedad de Sexto Piso, lo vuelve a conseguir. Solo necesitamos 12 cuentos, breves, hipnóticos y llenos de miseria, para comprobar que la infancia perfecta –edulcoradas y romántica- queda lejos de la realidad. 12 cuentos en los que hay un denominador común: el combate entre la inocencia – esos dientes de leche imaginarios- y la madurez que los adultos tienen tanta prisa en que llegue. Un combate en el que el ganador no siempre toma el mejor atajo. ¿O si?

Hay que aplaudir la capacidad de decir tanto con tan poco y es que son cuentos muy breves, de pocas páginas, pero aún así la autora de padres serbios desgrana perfectamente la psicología y comportamiento de cada personaje. Y es que encontraremos mucha psique, algo de acción y poco de tabús. Bastâsic retrata sin concesión y sin miedo a la venganza, al conflicto, a la miseria o la perversión. Para hacerlo hace bailar a niñas sometidas a la humillación de un profesor de gimnasia, a hermanos que visitan a una tía abuela peculiar y sin poco romanticismo o a una hija con un padre deprimido y ausente que finaliza el cuento cenando sopa con su madre.

Retrata madres despiadadas, familias vulgares, compañeros imaginarios y salas de espera, casas sucias, colegios con patios grandes. Al final, en el imaginario de esos años los elementos se repiten. Y juega con esa posible empatía que podemos sentir con unos personajes llenos de oscuridad que, en el fondo, podríamos haber sido cualquiera de nosotros.

El proceso de hacerse mayor no siempre es fácil y este libro es muestra de ello. Una muestra algo terrorífica y cruda, eso es cierto. Pero también que es necesario dar un toque de atención y dejar que los personajes valientes y decididos jueguen en la línea tan delgada y desdibujada que separa el protagonista del antagonista. Porque hay decisiones, a priori despiadadas y salvajes; pero el lector puede avanzar, dejar de ser un mero espectador y, gracias a una historia bien armada, sentarse en la silla de juez. Solo si quiere. Y para eso necesita moverse, saltar, llorar o reír. Lana Bastâsic ayuda con un lenguaje radical y unos relatos punzantes». Ángela Zorrilla

“Cuando somos niños, todos pensamos que nuestros padres lo saben todo, que nos lo pueden explicar todo y que siempre tienen razón”. Hasta que llega un día en el que eso cambia, en el que “nos damos cuenta de que no es así, de que hay algo fuera de esa autoridad, fuera de esa verdad, y esos dioses de la infancia se caen.

En los cuentos, la influencia del padre es especialmente destructora. En ellos está el padre violento, el exigente, el arrogante, el vicioso, el ausente. Está el padre que nunca está, el que está, pero es como si no estuviese, o el que regresa después de haber estado en la guerra. Por extensión –o en contraposición– se encuentra la madre, que en unas historias es condescendiente, en otras alcohólica, o sobreprotectora, o indiferente, y en otras solo se calla y obedece a la voluntad de su marido desde su rinconcito de sumisión.

En cierto modo somos nuestros padres, somos el producto de sus taras y sus traumas, nos educan dejándonos la huella de sus propios problemas y nos condenan a arrastrarlos con nosotros. Para Bastašić era importante “buscar ese momento en el que el comportamiento de unos padres se graba en la memoria de un niño”, y se pregunta hasta qué punto esas cosas negativas pueden salir a relucir en el futuro.

Los padres “son como sombras alargadas que se reflejan en los hijos”, expone la autora. Luego, “cada uno de los niños se puede convertir en un monstruo o puede rectificar esa conducta transmitida por los padres […] Para mí es importante saber ordenar estas experiencias y narrarlas, pero también saber dónde acaban los padres y donde empieza el yo, con tus decisiones y acciones propias”.

Matar a Dios es difícil. “Podemos dejar de ser nuestros padres, pero lo tenemos que trabajar muy duro porque es más fácil repetir el modelo. Aprendemos del modelo. Lo importante es corregir los aspectos de nuestros padres que no nos gustan […] Por eso no puedo ver la infancia como una cosa bonita. No, los niños también pueden ser monstruos, también pueden hacer cosas malas.

Como dice la editorial, en estos cuentos tan despiadados, que hacen pie en el siempre conflictico universo de la vida familiar, los niños y adolescentes se enfrentan a lo oscuro y a lo espeluznante porque, en el cruel mundo que habitamos, esa es la única manera en que es posible crecer. La niñez y adolescencia es un campo perfecto para la literatura. Es un territorio virgen para dar voz a los personajes y hacerles descubrir la vida, la muerte, las alegrías, las desilusiones, las primeras veces de todo… y compartirlas con ellos». Lana Bastâsic

 

LA AUTORA

La infancia de Bastašić no fue fácil, sobre todo por circunstancias ajenas a ella y a su familia. Nació en Croacia poco antes de la descomposición de Yugoslavia, y tras el ascenso al poder del ultranacionalista Franjo Tuđman “empezó la política de limpieza étnica. Mis padres, que son serbios, perdieron el trabajo y recibimos muchas amenazas”. Por eso, antes de la guerra emigraron a Bosnia, “donde vivían mis abuelos, a una zona que ahora pertenece a la República Serbia de Bosnia (Srpska)”.

Con 100.000 muertos y en torno a dos millones de desplazados, el enfrentamiento en Bosnia fue el más sangriento de las guerras balcánicas, aunque a la escritora el frente le quedaba lejos: “En esta parte no había mucho conflicto, pero sí vimos filas enormes de refugiados. Gente con caballos, niños, gente con toda su vida a cuestas, pasando y pasando. En ese momento mi abuela también empezó a usar otro nombre, uno que no sonara musulmán”.

Las bombas agujerearon a varias generaciones. “Hay cosas que compartimos muchos niños en los Balcanes y que me inspiraron para crear a los niños del libro. Mucha gente de allí lo ha leído y me ha dicho: ‘este es mi padre’, o ‘esta es mi madre’. La generación de nuestros padres está traumatizada, lo perdió todo. Todos compartimos padres traumatizados de alguna manera”.

Ese impacto emocional también marcó a los más jóvenes: “Todos perdimos la infancia muy pronto, porque vimos y oímos cosas que un niño no debería ver ni oír […] Todo eso era un punto de contacto con la realidad, cuando veías familias que emigraban, que se cambiaban de apellido, o gente de tu ciudad que desaparecía”.

La guerra lo cambió todo. De repente, una única Federación se convirtió en seis países distintos. La convivencia y la unidad, pilares ideológicos básicos durante el régimen de Tito, se desmoronaron tan rápido como los tanques comenzaron a desfilar por las carreteras. Entonces “empezó a ser importante de dónde eres. Mi abuela es bosnia musulmana y mi abuelo serbio ortodoxo. Esa mezcla era normal en Yugoslavia”, pero después se tenía en cuenta la etnia y la religión, y la gente fue clasificada en categorías, “como ovejas”.

Todo eso provocó que la identidad nacional se volviera un asunto complejo. La autora aclara que tiene tres nacionalidades (croata, serbia y bosnia), “pero lo primero que te diría es que soy Bosnia, porque allí pasé 20 años de mi vida. Mi familia es serbia, pero lo que me explica como persona es el lugar en el que crecí”.

Bastašić confiesa no tener ningún tipo de nostalgia por Yugoslavia. Sin embargo, de aquel país desaparecido echa de menos la idea de “ese momento antifascista, feminista y la unidad e igualdad de todas las naciones […] Había muchas mujeres partisanas, existía el Frente Antifascista de Mujeres de Yugoslavia, pero tras la caída todo lo que mi abuela y las mujeres de entonces construyeron se perdió, y con la guerra se recuperaron mitos patriarcales: las mujeres vuelven a la cocina, no van a la guerra, no ocupan posiciones de poder”.

Ella misma comenta que creció “en una sociedad muy paternalista, donde si eres niña te dicen que no hables mucho, no opines ni hagas ruido; tu trabajo es arreglarte y casarte […] Yo, por ejemplo, no conocía ninguna escritora, en el colegio solo hablábamos de escritores. No me imaginaba que un día podría llegar a escribir porque no tenía ningún referente”.

Desde su punto de vista, el colapso de la Federación acarreó la involución de la sociedad “en muchos aspectos. Veo la vida de mis abuelas, y después la vida de mi madre, y me parece que hay un retroceso. En Yugoslavia mis abuelas eran mucho más libres, una de ellas incluso se divorció en los años 50. Cuando mi madre se divorció fue un tabú, una mujer divorciada estaba como maldita a ojos de la sociedad”.

Insiste en esa idea de la libertad truncada por la división, en que gente como sus abuelos “tenían una vida digna y la perdieron con la guerra. Luego, la generación de mis padres sufrió mucho la caída de los mitos con los que había crecido”, y con más de 30 años les tocó construir una nueva idea de país, definir cómo debería ser la vida a partir de entonces, qué hacer y en qué creer.

“Toda la región entró en una parálisis generalizada, la sociedad no creció. Siempre digo que los países de los Balcanes necesitan una figura paterna, que se quedaron en una especie de adolescencia donde, por una parte, perdieron la inocencia de repente, y por otra, parece que nunca han madurado”.

Queda claro que crecer es muy difícil, también para las sociedades. Crecer es dar un paso para entrar de golpe en lo desconocido, en el caso de los niños, en un mundo hostil donde se finge y se miente, donde hay máscaras y todo es un gran teatro. Sin que nadie avise, el juego sube de nivel y la vida adulta llega por sorpresa, arrolladora como un corrimiento de tierra, la avalancha de piedras de la madurez. Y entonces la infancia, mala o buena, queda sepultada debajo para siempre»

Artículo Alberto Mesas para El Español

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