Las propiedades de la sed

29,95  IVA incluido

AUTORA                     MARIANNE  WIGGINS

TRADUCTORA           CELIA FILIPETTO

FORMATO                  21.5 X 14

NÚMERO DE PÁG     616

IDIOMA                      CASTELLANO

IDIOMA ORIGINAL    INGLÉS

Hay novelas que tratan tantos temas de fondo que es imposible que no dejen huella. Amor, épica, vínculos amorosos y familiares, uno de los episodios más oscuros de la Segunda Guerra Mundial, el Hollywood de los años treinta y cuarenta…no quedar atrapado por la que ya es una de las grandes novelas americanas de los últimos años resulta imposible.

Así empieza:

«LA PRIMERA PROPIEDAD DE LA SED ES LA SORPRESA

No puedes salvar lo que no amas.

eso ya lo sabía él. Por Dios, lo había aprendido desde la cuna, en casa de su padre, en el regazo de alguien  cuyo desmedido amor  por el dinero caía a raudales como agua bendita sobre todos los aspectos de sus vidas. Si quieres mantener algo vivo (como este negocio, hijo mío),  tienes que quererlo con todas tus fuerzas. Nadie ha hecho jamás fortuna  con la leche de la bondad humana. Sed, Debes proponértelo, debes tener perseverancia, independencia, aguante»

«Wiggins ha gestado uno de los fescos más singulares y de arquitectura más ambiciosa de la novela americana actual. La autora logra introducirnos en su red narrativa, una aventura mayúscula donde el estilo se combina con la trama y el tema hasta dejarnos en los diferentes capítulos con la boca abierta por todas las cumbres que alcanza. Merecería todos los premios posibles porque la novela es intensa como las de Francis Scott Fitzgerald o Phillip Roth y a la vez, profunda y condensada como Faulkner»  David Castillo Cultura/s-La Vanguardia

«Es una historia de amor. Mejor dicho, varias historias de amor (…). «No puedes salvar lo que no amas». La sentencia con la que comienza la novela, se convierte en el tema que une a unos personajes muy dispares en su intento por salvar el agua, salvar la tierra, salvar a sus familais y en última instancia, salvarse a sí mismos» Lorraine Berry.Los Angeles Times

«Más que contar una historia, Wiggins hace que el lector la viva.Reiventanuestra idea de lo que la ficción  es capaz de hacer» The Sunday Times

«Una obra maestra» The New York Times

 

 

 

 

Editorial

LIBROS DEL ASTEROIDE

SINOPSIS

«Si hubiera que resumir la novela de Marianne Wiggins (Lancaster, EEUU, 1947) con un poema, sería aquel de Emily Dickinson, que dice: «El agua se aprende por la sed; / la tierra, por los océanos atravesados; (…) el amor, por el recuerdo de los que se fueron«. En 1896, el año en que se compusieron estos seis versos, la ciudad de Los Ángeles ya había descubierto los primeros pozos de petróleo, y circulaba el ferrocarril de la Southern Pacific. Pero lo que realmente permitió el crecimiento exponencial de la ciudad y su periferia -hoy convertida en megápolis- fue resolver el abastecimiento de agua, consolidado a principios del siglo pasado, en un territorio sediento, el californiano, poco preparado para la colonización masiva.

«En esta tierra solo hay espaldas mojadas. Desierto. Horrible desierto. ¿De dónde ha salido la ideal del desierto bonito? De las películas…», cuenta el narrador omnisciente. Pero, por supuesto, el preciado líquido viene de alguna de parte, como enseña el ciclo hidrológico, que no tiene en cuenta la mano del hombre, capaz de tergiversarlo. Y en este caso se trata del río Owens, que daba de beber al valle, uno de los más profundos del país, y el lago homónimo, que de resultas de la construcción de un acueducto que desvió el curso del río dejó el segundo «en rigor mortis»: «El suelo cerca de lo que había sido la orilla ahora estaba duro como un hueso y cubierto de costras producto de la evaporación, vetusto como una hoyanca tapada con escarcha y cal».

Y como no hay acción humana sobre el medio que no tenga consecuencias, el nuevo erial, antes parada de aves migratorias, deviene un foco de toxicidad: «todo el material que se había depositado en el fondo, todas esas sales en suspensión y las cenizas del antiguo horno de fundición, todos esos líquidos vertidos, la mierda de los peces y las larvas de los insectos habían aforado a la superficie, para ser lanzados por los vientos predominantes que bajaban en tromba de las montañas por todo ese valle como una venganza».

Las propiedades de la sed narra la lucha de una saga familiar en este paraje moribundo en donde recalaron cuando uno de ellos Rocky (literalmente «rocoso», pero también, paradójicamente, «tambaleante») Rhodes, se dejó llevar por el pensamiento de dos mitos norteamericanos, Ralph Waldo Emerson y, sobre todo, Henry Thoreau, quien «conservaba la capacidad de encender las últimas débiles hilachas que pervivían en su juventud». La pareja, de origen francés, morirá prematuramente por la polio, dejando a Rocky al cargo, con ayuda de la hermana gemela, de sus dos hijos, también gemelos. Más que un nature writing de ficción, Wiggins hace confluir una gran cantidad de temáticas de la historia estadounidense que manan de esta geografía constructora de mitos tantos nacionales como íntimos.

De alguna forma es ella, Wiggins, la que drena del paisaje todo un mar de significados, en particular, del acto de preservar a los seres queridos, tanto el de la esposa fallecida -«si el recuerdo no debía apagarse, a él le correspondía mantenerlo vivo»- como el del hijo, que está destinado en Pearl Harbor cuando el ataque de la aviación japonesa. Aquello arrastró al país a la guerra -que se suma a la del agua- y las leyes de exclusión de los ciudadanos de origen nipón, que fueron recluidos en campos de internamiento como el que se proyecta en las inmediaciones del rancho de los Rhodes, el Manzanar, por el mero hecho de su origen.

Wiggins saca todavía más sustancia del relato poniendo a un judío al frente de los trabajos de construcción del campo. Si es sobresaliente esta novela, dividida en secciones que se corresponden con las enseñanzas que otorga la sed («el factor sorpresa», «la memoria», «el reconocimiento», «la frustración del deseo»… hasta once), lo es por cómo la narradora mezcla las historias personales con el paisaje -marca identitaria del país, aquí presente en los rodajes de wésterns- y los torrentes de la Historia, todo ello con otro hilo conductor, el de la comida. La cocina se convierte en otro espacio semántico, pues la madre muerta era una experta cocinera: «Porque, ante la muerte, qué otra cosa vas a hacer, adónde más vas a ir cuando tu madre se ha muerto salvo al corazón de la casa, a su centro nutricio (…) tú los sigues queriendo, pero los muertos no te pueden corresponder«.

Tres apuntes finales sobre Las propiedades de la sed. El primero es una nota de la autora, a modo de advertencia sobre el lenguaje que nos encontraremos en el habla y que, a falta de más detalles, parece dar cuenta de los tiempos actuales. Al tratar los campos de internamiento para japoneses (los Japs, en inglés, aquí traducido como «japos» o «enemigos amarillos»), las consideraciones y el trato racistas impregnan los diálogos. Dada la tentación de «reescribir» los clásicos que ha habido por esta misma razón, se nos advierte que el lenguaje «incendiario» de ayer que hoy consideraríamos ofensivo o inapropiado («insensitive»), «desde el punto de vista histórico, es exacto». Wiggins apuesta, pues, por el rigor y no por la corrección.

El segundo es un apunte visual, porque la autora también compone espacialmente el texto en la página en blanco, lo cual es un soplo de aire fresco respecto al aspecto habitual de las maquetaciones. La autora juega con las versalitas, las cursivas, los puntos aparte, los sangrados, entre otros recursos, que otorgan un componente dinámico o fluido al texto. «Cuando escribo, veo cada página del libro como un lienzo y me gusta dar pinceladas de frases», confiesa en una entrevista reciente.

Y, para acabar, está la intrahistoria del manuscrito, circunstancia que resulta una confirmación de la primera frase de la novela, a modo de cabecera de un río desde el cual mana la historia: «No puedes salvar lo que no amas». El epílogo, firmado por la fotógrafa Lara Porzak, su hija, explica con gran sensibilidad lo que supuso salvar el manuscrito de Las propiedades de la sed de quedar inacabada después de que, en 2016, un infarto cerebral dejara a la escritora muy mermada física y cognitivamente, no solo porque ya no pudo escribir a mano, como era su práctica, sino porque borró el lenguaje y esta obra de su mente. Palabras recuperadas del lecho de la memoria que, como el lago de la novela, se había secado. Madre e hija convertidas en vasos comunicantes. Una suerte de milagro«

Marta Rebón

El Mundo

 

 

 

 

LA AUTORA

La resiliencia contra el ictus que sufrió Marianne Wiggins durante el proceso de construcción de la novela Las propiedades de la sed ya daría para otro libro, un making of sobre lo que significa la creatividad en el tiempo adverso contra la muerte.

No es de extrañar, pues, que la escritora nacida en Lancaster (Pensilvania), en el año 1947, haya gestado, con el apoyo de su hija y otros colaboradores, uno de los frescos más singulares y de arquitectura más ambiciosa de la novela americana actual, una de las literaturas nacionales en las que la novela se ha erigido como el gran género, diga lo que diga el jurado del premio Nobel, por ejemplo.

Wiggins reurbanizó el valle de Owens, que había sido zona agrícola antes de la sequía persistente del condado de Los Ángeles, tema de novelas y películas como Chinatown, de Roman Polanski, donde se cuestionaba la corrupción política y empresarial con el consumo del agua, las urbanizaciones y los regantes. Wiggins logra introducirnos en su red narrativa, una aventura mayúscula donde el estilo se combina con la trama y el tema hasta dejarnos en los diferentes capítulos con la boca abierta por todas las cumbres que alcanza.

Finalista en otras ocasiones del premio Pulitzer y del National Book Award, esta obra, publicada en inglés en el 2022, merecería todos los premios posibles porque es intensa como las de Francis Scott Fitzgerald o Phillip Roth y, a la vez, profunda y condensada como Faulkner. Todo bajo el sol y viendo cómo desaparece el agua, o cómo el valle se convierte en un inmenso campo de prisioneros donde las autoridades internan a los inmigrantes japoneses durante el período de la Segunda Guerra Mundial, el libro es una súplica casi bíblica sobre la ambición humana y también la fuerza de la escritora para superar un estadio de destrucción física absoluta.

⁄ Es intensa como Scott Fitzgerald o Phillip Roth y, a la vez, profunda y condensada como Faulkner

El ataque nipón a la base de Pearl Harbour, la política del Departamento de Agua de Los Ángeles para drenar el lago que sirve para regar a los campesinos, son otros de los temas que las narraciones desarrollan.

El resultado es una novela clásica, ideal para el verano, para aislarse y tener la sensación de haber hecho de la lectura un asunto importante, para cenar pensando cómo la narradora ha planteado un capítulo determinado o una situación de una manera u otra. O para rehacer las recetas gastronómicas que se nos ofrecen como un condimento más de la lectura entre desiertos, cordilleras y campos de cultivo, como el Manzanar de la novela.

Objetivo, salvar el libro

Objetivo, salvar el libro

Cuando en el 2016 Wiggins padeció un accidente cerebrovascular masivo, el manuscrito quedó abandonado después de ocho años de trabajo. Su hija, Lara Porzak, fue la que planificó una terapia para salvar a la madre y esta extraordinaria novela, rescatando libretas del estudio de la escritora y llevándolas al hospital para consensuar versiones definitivas y completar rincones oscuros. Así, la construcción se convirtió en una historia de amor madre-hija, que duró tres años. Entre las anécdotas debemos recordar que Wiggins estuvo casada con Salman Rushdie.